sábado, 6 de noviembre de 2010

El día en que me asesinaron en Facebook


Carmen Boullosa ( Ver todos sus artículos )

(Publicado en la verssión virtual de Nexos, Noviembre 2010

No me queda claro el día preciso de mi muerte en Facebook.

Comenzaré por ser cursi: me di a luz en un descuido, fue un desliz, respondí a una invitación que me pareció seductora (¿fue la de Salman Rushdie?) sin medir las responsabilidades, sin comprender las consecuencias. Fue hace cosa de dos años, el tiempo corre cada vez más rápido, no lo puedo precisar. Anoté la menor cantidad posible de datos para mi “perfil”, no puse foto, no anoté nada sobre de mi persona. No fue un parto bien asumido, fui mamá por error, o por lo menos una descuidada o desenamorada del hijo, la que no prepara chambritas o teje ropitas o borda pañales y sábanas, ni siquiera compra o lava lo que le heredan las amigas y hermanas.

FacebookYo se fue poblando; le subieron fotos, videos, comentarios; creció la red de amigos. No fue gracias a mis labores: sólo respondí a los pelotazos. Me faltó entusiasmo. Nunca terminé de darle el trago.

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No recuerdo cuál fue el último día en que visité mi “perfil”, en que “me visité”. No lo hacía a diario, sin falta dos veces al mes. No me fui muy fiel a mí misma, me procuré poco. FacebookYo me exigía atenciones, a cambio hacía reaparecer amigos, gente que he perdido y que me alegraba reencontrar. Como por encanto brotaban de vez en vez algunos lectores de mis libros inencontrables, varios colegas mexicanos y extranjeros a los que tenía tiempo sin ver, o con los que acababa de tomarme unos vinos; me escribió un poeta colombiano del que acababa de leer un par de reseñas entusiastas (le pedí el libro, me lo envío, lo degusté con entusiasmo), algún francés, un croata cuyo original me fue imposible de descifrar, etcétera. La bolita creció y se volvió un bolón.

Aquí empieza la vida real, termina la casualidad o el romance. FacebookYo me despertaba sentimientos encontrados. A veces me gustaba, otras era un fastidio. La verdad es que prefiero armar rompecabezas o bailar, o ver amigos. Los encuentros virtuales me tensan, los esquivo (aunque no tanto como las llamadas telefónicas que cada vez soporto más malamente). El paso del tiempo me ha ido convirtiendo en menos gregaria, o en más selectiva, y Facebook se trata de ser gregario e inclusivo.

Hay que sumarle que escribir es solitario, que cada vez me resulta más exigente, y que en los últimos años me he enredado en creaciones colectivas (una película es la última) que de alguna manera copan por completo mi vida social, proyectos de los que salgo huyendo para estar otra vez a solas. Por esto no veo a nadie sino a aquellos con los que estoy trabajando, casi literal (incluyo a mi marido, mañana a mañana le pongo la distancia: “gracias por el café que me traes a la cama, pero no quiero volver a saber de ti en seis horas”); voy de convento de encierro a clausura monástica. Encima, me ha dado por cocinar, y eso también es un cerco. ¿A quién de mis amigos, intelectuales y artistas, gente toda de trabajo, puede interesarle obsesivamente, como a mí, la calidad de los diferentes jitomates, la textura de la imprescindible cebolla, los tipos de ajos, las abismales diferencias entre el jengibre y la cúrcuma, lo diferente de secar el chile poblano en casa, por no hablar de los cuchillos, etcétera, etcétera, hasta el eterno fastidio? Cocinar me ha vuelto aún más solitaria, y no diré que hace más ancha mi cueva, porque la verdad es que la estrecha. Es una pasión escondida y que —fobia para mi género por generación— me avergüenza. No consigo mirar de frente mi amor por la cocina. Es peor que un pecado. Muchísimo peor. Los pecados pueden estar llenos de encantos. Cocinar, no.

No recurriendo a la plaza-Facebook con frecuencia, me comenzaron a atenazar las zozobras, ¿quedaba yo mal con alguien querido o temido o recontrarrespetable o poderoso?, ¿no habría aceptado una invitación por error, o —tal vez peor aún— en un teclear equivocado, habría aceptado alguna que no lo era sino una sugerencia de otro “amigo”?, ¿qué era eso de aceptar a desconocidos de los que yo no sabía absolutamente nada? FacebookYo fue por un periodo la arena para dar rienda suelta a paranoias disparatadas.

En uno de esos picos en que sube la presión de escribir, desee no haber nunca sido FacebookYo. Ésta no me parecía sino otra obligación más, un deber, algo que no podía desatender, una carga encima de los mil pendientes, una monserga a la hora de pelear minuto a minuto el territorio para escribir la novela. Pasaba yo por unos de esos momentos de oro en que todo, los sueños, el momento al despertar, lo que se escucha al paso, la música de la radio del vendedor ambulante, la mirada de la cajera, los olores o hedores de una esquina, la caída de una hoja de árbol, todo es de la novela, todo sirve a la novela; cuanto ocurre o está, parece hacer sentido porque es materia prima, artículo robable, todo parece imantado por un norte común: construir esa novela.

Entonces, el único deseo es escribir, no porque la pluma vuele (no hay imagen más absurda: la pluma necesita el roce, si vuela no escribe; lo mismo con las teclas, cómo van a volar ni qué ocho cuartos, sin golpe no hay letra), porque todo va que vuela hacia la pluma como si fuera una especie de cetro loco, de cetro que desprecia el poder.

Todo sería para la novela en ese trance, como dice mi Inspirada-Novelista-Yo, excepto FacebookYo. Ahora que recapitulo recuerdo con exactitud (en la medida en que soy posible de ella, aunque se me antoja decir que era “precisa”) que ni una sola línea de mi última novela, ni una, se la debí a Facebook. FacebookYo no cooperó nada, nada nada nadita para levantar el libro. Era como un ataúd. Como una tumba. Pesaba como una lápida. Cuál Pípila ni quiochocuartos: el héroe patrio la tuvo más fácil que cargar con Facebook.

Diré que en algo yo no estuve mal: a FacebookYo mi obsesión de escribir la novela le importó un reverendo bledo. Se rendirían ante mi obsesión todo y cuantihay, desde el amanecer hasta el chofer del pesero (o el de la combi), el mismo Morfeo me daría material necesario para escribirla, pero no el dios de Facebook. Y, menos, mucho menos, FacebookYo. No me dejé vencer.

A la distancia, también FacebookYo me parece bastante cool. Tiene, además de altanería y arrogancia, su dignidad. Su resistencia. Es un guerrero que no se rinde, que no se entrega a vapores delirantes, que se amarra por su independencia a su universo. Es un defensor de la autonomía.

La novela en proceso, como tal, podría ser un huracán, pero pasajero. Y ya terminada su hechura, la novela caminaría en su carril, en su voyderechoynomequitoyconeldiablomedesquito. FacebookYo sabiamente se afianzaba a lo real. Más valioso todavía porque FacebookYo quesque es virtual. A pesar de eso, no hay duda de que se comportó con más sensatez que lo real-de-a-de-veras. Al no claudicar frente al imperio de la Novela-En-Construcción (construcción suena bastante mejor que “creación”, más preciso, menos pretencioso, aunque la mayúscula nos pone en problemas), demostró que era su propio eje, ajeno al imaginario arbitrario de un autor. Y si no era su propio eje, por lo menos daba por sentada su propia inteligencia: era lista, lo suficiente como para no dejarse engatusar por otros, y para que no la robaran.

En este humor infernal o celestial o como le etiquetemos, en ánimo “creativo” (repugna llamarle así, suena a crujido, no calza a la tensión “creativa” —auch, guácala, otra vez la palabreja—, no da a entender que ese estado de pausa es tan inventivo como un ladrón de quinta), mi relación con FacebookYo empeoró. El convivio, la plaza del pueblo donde salir a pasear del brazo de los amigos y chismear pestes de los enemigos, la villa levantada por los de gustos comunes, quesque partícipes de filias, la ciudad sin tráfico, ni narcocrímenes, soldados paseando por las calles con armas de alto poder, ni chalecos antibalas, secuestros, decapitados, torturados, periodistas asesinados, inundaciones cada que (rutinariamente) vuelve a llover, la ciudad paradisíaca, para mí se convirtió en una tierra minada. Por culpa de FacebookYo, el Edén se me emponzoñó.

Contra toda lógica, Facebook fue un ir a checar tarjeta a la oficina indeseable. Nunca he tenido un empleo así, ni el primero que tuve, nacido de la necesidad.
La primera vez que fui empleada formal, fue para laborar como edecán de la Feria Ganadera Nacional, a mis 17 años, en la ciudad de México, en el Palacio de los Deportes. Corría 1971. El trabajo me parecía divertido (y estaba muy bien pagado). Me uniformaron con un minivestido, no suficientemente coquetón, de rígida terlenka roja, que la embajada norteamericana me dio. El vestido da para mucho hablar: rígido, parecía más bien corsé, pero era holgado, durito, sí, como una costra, pero muy arriba de la rodilla. A su manera, era muy sexy. Pero muy a su manera, combinaba el mandato libertario de los sesenta con el protestantismo atrabiliario anglosajón.

Y sí que me divertía con mi empleo. Hacía cuanto estaba en mi alcance (lectora de la Brontë, y entonces devota de Browning —he perdido el júbilo por su poesía) por traducirles a los rancheros gringos dónde y de cuál calidad tenían las partes privadas las vacas mexicanas y de qué género eran sus porciones públicas.
Uno de esos rancheros incluso me ofreció empleo. Conservo en mis archivos una carta que me envió por correo (no había entonces de otra), membretada, del King Ranch. Si hubiera aceptado su oferta, mi vida hubiera sido otra.

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En esa otra vida, RancheraYo tengo el cabello teñido de platino y llevo implantes en mis protuberancias anteriores; también ya pasaron la tijera y el bótox por mi cara; uso siempre tacón alto, posiblemente zapatos dorados, incluso para ir al mall; diario paso horas en el gimnasio; tengo la cartera llena de billetes y bienes diversos. RancheraYo soy otra yo, absurdo porque no sé sino ser yo misma hasta el fastidio. Pero lo más obtuso es que RancheraYo también yo soy escritora.

RancheraYo escribo libros muy leídos. Son en parte autobiográficos. Cuento, con eficacia, la historia de mis pesares familiares, cómo dejé México empujada por éstos y cómo me tomó el pelo el vaquero rico (en la realidad no creo que él tuviera un pelo de ganas de tomármelo). Reseño cómo huí de sus garras y escapé con riesgo de las grandes extensiones de tierras, escondiéndome entre el numeroso ganado. O no, porque es ridículo, mejor pensemos que huí a bordo de un jeep camuflado, después de seducir a un soldado de la base militar cercana, vestida de hombre. Aunque lo de vestida de hombre, en ese personaje que fui yo, es tan improbable como verme escondiéndose entre vacas.

No funciona esto de “vestida de hombre”.

Propongamos que en la desesperación, orillada por la violencia, disminuida, humillada, me veo esquinada a ofertar mis encantos, con tal de encontrar escapatoria.

Pero lo de ofertar encantos no cuadra, no está en mí (tampoco cabe la idea de que yo lo proponga, ¿en qué estoy pensando?). Pero… porque un pero hay… ¿esa yo que no fui, la RancheraYo, tiene algo en común conmigo, de modo y manera que yo puedo juzgar cuál es su brújula moral? ¿Hay algún punto de contacto entre ella y yo? No puede haber roto del todo conmigo, para afirmarlo tomemos en cuenta el hecho, muy significativo, de que ella es también escritora.

Sea como haya sido, el hecho es que RancheraYo dejé el cautiverio al que el millonario texano me tenía sometida, y me abrí paso en la arisca Texas. En uno de los libros que escribí siendo RancheraYo, sin duda el más famoso, cuento con pelos y señales cómo fue mi caída y rehabilitación en y del alcoholismo, mi conversión a la Fe-Equis-Ye-Zeta, en la que sucumbí por las artes de convencimiento de un pastor de buenos bigotes —asiduo al bar que yo entonces frecuento—, un pícaro y notorio ladrón.

Soy una conversa ejemplar, hablo lenguas y levito de lo más lindo (y cómo no, si soy un alma perdida, sin raíz, sin base: soy puro vuelo*), me creen una elegida, una santa; me visitan a pedirme favores, milagros que concedo a veces. Dejo la conversión al comprender el alcance de los fraudes de mi guía pastor, que para entonces ya está en Brasil, hamacándose bajo palmeras de coco y dátiles, refugiado ahí de la persecución del FBI.

Pasan unos meses, y el FBI me contrata, con el ranchero rico, yo había aprendido a usar armas de mediano alcance, un breve entrenamiento de la institución me torna en la agente perfecta para atrapar al defraudador del que yo misma fui víctima.

Viajo al Brasil, con una falsa identidad. Mis espectaculares implantes de senos, mi dorada cabellera, mis tacones y los entallados pantalones en telas metálicas llaman la atención de un extraño millonario. Las incontables horas en el gimnasio comienzan a dar fruto (el texano millonario no supo para quién trabaja). Me enredo con el millonario dicho. El güey abandona a su mujer. Ella lo demanda. En un golpe inesperado, la cuasiex es acusada de tráfico ilegal de diamantes y de amigarse con dictadores caníbales. Las revistas sensacionalistas más leídas publican fotografías, donde la ex de mi Réis aparece codeándose con torturadores de piel oscurísima, algunas bastante comprometedoras.

Ganamos la demanda, la ex ha perdido toda cualidad moral, los medios la hacen picadillo. Poco después, el FBI me informa que mi amante millonetas es un afamado proxeneta. Mucho me dolerá, pero no hay mayor problema, porque mi Réis me ha depositado en una cuenta a mi nombre en Guyana una cantidad fabulosa de euros.

No sé bien por qué, tal vez empujada por los aires en boga, entrego a mi ex millonetas a las autoridades, y regreso a cazar al pastor, que ya para entonces ha dejado las palmeras brasileñas, alertado por alguna de las víctimas de mi amante transitorio —de cuyo nombre no puedo olvidarme, dado su legado perdurable, contante y sonante—. El pastor se ha resignado con Punta del Este, donde doy con él tras visitar el hotel donde murió Amado Nervo, sólo porque a Nervo me lo recitaba mi papá de niña.

Doblada por mi ataque de melancolía memoriosa, cometo el desliz de llamar por teléfono a la casa paterna. Mi madrastra contesta el teléfono, a nadie sorprenda (y esto es realismo básico) que se niegue a comunicarme con mi papá. Sobrepasada por mi historia miserable, me empino de un golpe una botella repleta de barbitúricos. El médico en residencia en el hotel donde me hospedo, se prenda de mi persona, perjura que no son mis encantos físicos.

Etcétera. El etcétera se enreda. La enfermera tiene un amante que fue compañero de mi maestra de español en segundo de secundaria. Intenta convencerme de que… Y paro los etcéteras porque esto se pone peor que los cuchillos y la estufa. Y porque, en realidad, la vida de RancheraYo no me interesa ni un bledo partido por la mitad.

Pude haber sido otra. Pude haber seguido a mi amiga del alma, Hanna Bravo Mancera, enfilarme con ella a la guerrilla centroamericana en un acto heroico de exaltación revolucionaria. Y pude morir sacrificada por la causa, o no. Lo que no puedo hacer es detenerme aquí en esta otra vida ficticia que no quise tener, que no tuve.

En realidad sólo he tenido la vida que he querido. Miro hacia atrás y pienso qué gafes de la propia hubiera deseado no cruzar, o en cuáles hubiera sido mejor no empantanarme. Pero es imposible. Lo que quise, lo tuve. Lo que quiero, es otra cosa.

Porque —antes de dejar el continente de lo que pude haber sido y no fue— recuerdo otra: tal vez, conjeturo, si mi mamá no hubiera muerto, si yo no hubiera roto, si mi persona contenía desde antes de esa pérdida una fractura —por mi generación, por mi tiempo, por mi psicología—, tal vez, rompiendo contra una irrompible, yo hubiera sido cantante, y hubiera pertenecido a la generación de José José, con sus Barcas y sus Tristes y los Roberto Cantorales. Tal vez en lugar de ensayar con el hijo de la Titi Calles, mujer entonces de José José, yo hubiera podido ser colega del estrella. Y habría tenido otro gusto, bastante capuchín. Pero incluso ahí habría escrito un libro.
Que no habría sido un bestseller internacional, o nacional, sino sólo motivo de burlas y objeto del ridículo. Porque una cosa es Manhattitlán, y otra distinta las ciudades del norte.


El tiempo lo cura todo. Mal que bien, me fui acostumbrando a FacebookYo. Conviví conmigo tan bien o tan mal como el resto de mi persona, que se me volvió parte de la batalla cotidiana, otro más en la arena, que, aunque estuviera lejos de ser un protagónico, contaba. Un miércoles sí y uno no, el día de mi columna en el periódico, abrí FacebookYo para subir mi columna periodística a Facebook. Ese día me ponía al día —si me alcanzaba el tiempo—, aceptaba amigos, leía mensajes, etcétera. Pero el miércoles pasado, cuando intenté subir la columna quincenal, no hubo tal: FacebookYo había muerto. La esquela decía: su página ha sido deshabilitada.


Quede bien claro que mi muerte no fue un suicidio. De haberme matado yo, habría dejado una nota explicando mis motivos. Antes de cortarme las venas, me habría despedido por escrito, explicando las razones de mi huida. Pero no fue voluntaria mi muerte. Un golpe inesperado…

Leí las justificaciones por las que Facebook optó por asesinarme. Lo juro: no transgredí ningún lineamiento. Alguien debió acusarme falsamente, denunciar el contenido por motivos ajenos a mí o al contenido de la página de FacebookYo. Si bien no vi todas las fotos que los amigos subieron al perfil, y en honor a la verdad ninguno de los videos, no hay duda de que no son los culpables de este desenlace: me habría enterado si alguna o alguno hubiera sido “inconveniente” (suponiendo que alguna foto mía pueda ser inconveniente; a estas alturas más bien pueden servir para catálogo de horror).

Alguien me infamó. ¿Tal vez en esa última ronda piqué una tecla invitando no a alguien que deseaba ser mi amigo, sino a una recomendación de un amigo ya existente? ¿O fue simplemente un enemigo, alguien que preferiría verme desaparecer del todo?

Escribí a Facebook pidiendo “des-deshabilitaran” mi cuenta, solicitándoles mi resucitación. Pero no me permitieron lazarear, o no hasta hoy, cuando escribo tres semanas después de mi muerte. Sigo falleciente, o fallecida.

No me sienta bien. Nada más apetecible que lo imposible: quiero me regresen mi FacebookYo. Olvido cuando me fue detestable.

Lo exijo. Y qué más da, bien puedo bailar tango o gritar o ponerme en huelga de hambre. Es inútil: el dios de Facebook es inamovible. He caído de su gracia. Todo será en balde.

Me asaltan tres preguntas. La primera es curiosidad elemental: ¿Facebook-Quién lo hizo, acusándome de un crimen social que no cometí? Lo fácil habría sido simplemente ignorarme, pero es alguien más emprendedor, un golpeador en la oscuridad. Tengo mis candidatos, conociendo cómo se las gastan. El motor pudo haber sido la envidia. ¿Quién podría envidiarme? Eso es otro tema: los que envidian, los que tienen a la envidia como motor en su camino, emponzoñados… Los reconozco.
Ustedes también. La envidia es el hermano espurio de la ambición, el cáncer que crece al costado de los creadores. Y aquí sí cabe esta palabra.

La segunda pregunta viaja al terreno de las hipótesis: ¿me habría detestado mi asesino si yo hubiese sido la RancheraYo? ¿Gané ese enemigo años atrás, cuando no fui lo que pude haber sido? ¿Habría sido un fan incondicional de los poemas que la RevolucionariaGuerrilleraYo publicara en rimbombante editorial revolucionaria? Probablemente, porque a su bajeza le gustaría pertenecer a un gremio, no sentir ni pensar en cabeza o corazón propio, involuntario conocedor de su insignificancia.

La tercera: ¿el culpable habría sido un seguidor ruidoso de los poemas que RancheraYo publicaría en un volumen gordito aunque de pequeñas dimensiones, de portada rosa mexicano, vendido en los Starbucks y Barnes & Noble, libro de cabecera de imponderables políticos del vecino del norte? Contesto lo mismo que a la segunda pregunta que lancé. El que no sabe pensar con cabeza propia, el cobarde, el borrego…

Pero en todo caso, esa es otra historia.


Carmen Boullosa.
Escritora. Su más reciente libro es La virgen y el violín.

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